martes, 29 de junio de 2010

Cristal

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El signo del reflejo de un pensar que emana gritos confluye en los ojos.

Henry Michaux hablaba de la mirada de la infancia. Y la dificultad del hombre por conocer a sus semejantes es sólo comparable a la imposibilidad del niño de recordar que alguna vez fue eso y lo olvidó.

Las particulares miradas del niño, inconmensurables, despiadadamente extensas, extranjeras, áridas de ignorancia. Rostros sin capitán a los que nadie habita todavía, nadie dirige.
El olor de la infancia vive encerrado en nosotros y sin embargo, es irrecuperable, aunque Proust se empeñe en afirmar lo contrario.

Michaux ilustra esta pérdida:

"A los ocho años, Luis XIII hace un dibujo parecido al que hace el hijo de un caníbal de Nueva Caledonia. A los ocho años, tiene la edad de la humanidad, tiene por lo menos doscientos cincuenta mil años. Algunos años más tarde los ha perdido, no tiene más que treinta y uno, se ha vuelto un individuo, no es más que un rey de Francia, atolladero del que no saldrá jamás..."


Claro que hay excepciones que confirman la miseria de nuestra miseria, y Nick Drake fue uno de ellos. Como pequeñas ruinas parecidas a tesoros perdidos en nuestra memoria, sus melodías y letras nos consuelan del mundo. Lo tornan acaso un poco mas, digamos..., agradable.

Es fácil imaginar sus ojos de niño, el niño que fue, el niño que moría a los 26 años, mostrándonos el reflejo de un retrato perdido, la cicatrización del fuego y la inundación de la sangre.

Feroz ternura inagotable...