sábado, 20 de julio de 2013

Una historia de carnaval























Bailábamos abrazados, frente a frente, a la manera convencional. Ella no quería jugar con los hilos, no quería otra clase de abrazos, no quería quitarse el antifaz. Yo gritaba en medio del barullo, le pedía al oído:
-Quítate la máscara, mi amor.
Pero ella nada. O mejor: sonreía; los dientes más lindos del mundo, con la boca abierta. Yo le veía los molares allá al fondo.
Bailamos toda la noche. Al principio yo estaba muy exitado. Después solamente cansado; pero seguíamos abrazados, bien apretaditos. Yo sólo veía su mentón, que era blanco y redondo; y la boca. De la boca para arriba nada. El antifaz ni siquiera dejaba ver los ojos.
Me contaron una historia de una pareja de enmascarados que bailaban en el carnaval. Él estaba vestido de perro y tenía careta de persona; ella estaba vestida de persona y tenía careta de gata. Los dos se sacaron las caretas al mismo tiempo. Bajo la careta de gata estaba la cara de una mujer; bajo la careta de persona estaba la cara de un perro. El que tenía cuerpo de perro era en verdad un perro: las apariencias no engañan.
Era el último día del carnaval y todos los carnavales yo siempre me iba a la cama con una mujer diferente. Ya era martes, dentro de poco terminaria el carnaval y yo no había cumplido la tradición. Era una especie de superstición, como la de esos tipos que todo el año van a la iglesia de los Barbadinhos. Temía que algo malo me pasara si dejaba de cumplir aquél ritual.
A la medianoche empezaron a cantar en el salón, con el más genuino de los masoquismos, "es hoy, ya no hay mañana".
La advertencia de que aquél era el último día me dejó muy preocupado. Seguiámos bailando, ella se reía sin parar echando la cabeza hacia atrás, con la boca abierta, y yo mirando sus molares; lleno de miedo porque es sólo hoy, ya no hay mañana.
Nuestra conversación estaba hecha de miradas y acercamientos porque el barullo de la orquesta, de los gritos y los silbatos no permitía que conversáramos. De vez en cuando yo le apretaba la mano y ella apretaba la mía, metía su pierna entre las mías o la mía entre las de ella y nuevamente sentía la receptividad.
La besaba en el cuello, en la oreja; ella me raspaba la nuca con una uña puntuda y afilada como si fuera un cuchillo.
El tiempo fue pasando, pasando y se terminó. Ya era de mañana. Salimos del baile y, como era verano, el sol iluminaba el mundo. Todos estábamos sudados, sucios. Algunas caras mostraban el simulacro del labio fino engrosado con lápiz labial; los pechos postizos se habían salido de lugar. Los zapatos de taco alto se rompían y algunas mujeres se volvían enanas de repente; los sobacos apestaban; los dedos de los pies y los talones emergían callosos e inmundos.




















Sólo mi amiga continuaba bonita y fresca como una rosa, y con el antifaz puesto.
-Ya es de día -le dije-, puedes quitarte el antifaz.
-¿Quieres que me lo quite? -preguntó ella.
Estábamos caminando por la calle, solos. Las otras personas habían desaparecido.
-Ya es de día -repetí, creyendo que era una buena la razón que le estaba dando-. Y después de todo, el carnaval se terminó -dije con un poco de tristeza-. Hoy es miércoles de ceniza.
-¿De verdad quieres que me lo quite? -insistió ella.
-Ya es de día -repetí.
Seguimos caminando. Yo de mal humor.
-¿Vamos a mi casa? -pregunté urgido y sin esperanza.
-No puedo quitarme el antifaz -dijo ella.
-No te lo quites -dije yo decidido. Pero estaba aprensivo.
No había tiempo que perder-. Vamos.
Como ella no respondía, la agarré del brazo y la llevé a mi casa.
Cuando entramos dijo:
-No puedo.
-¿Quitarte el antifaz?
 -¿Quién habló de quitarse el antifaz? -dijo ella llevándose las manos a la cara y dando un paso atrás.
-Yo no hablé de quitarse el antifaz -me defendí-. Fuiste tú quien habló de eso cuando dijiste "no puedo".
-Yo no estaba hablando del antifaz. Es otra cosa lo que no puedo hacer.
Me senté y me saqué los zapatos.
-Estamos perdiendo el tiempo -dije yo-. Es mejor que te vayas.
-No entiendes -dijo ella.
Con un gesto dramático se quitó el antifaz.
-No soporto mi nariz -dijo con voz desafiante.
Era una nariz muy linda, respingada.
-Tu nariz es muy linda. Tú eres toda muy linda.
-No soy linda, o -dijo con cara de estar a punto de llorar-.
-Los hombres son todos iguales.
-Es verdad. Somos todos iguales. ¿Y con eso qué?
-Mi problema es no tener dos mil pesos. ¿Me darías dos mil pesos?

 


 
-¿Dos mil pesos?
-¿Me darías dos mil pesos? -preguntó ella, como si estuviera poniéndome a prueba. Me miraba fijo, con la boca cerrada.
Yo me levanté y revisé mi chaqueta. Tenía dos mil pesos.
-Te los doy -dije. Hice un cheque y se lo entregué.
-Después te lo devuelvo -dijo.
-No es necesario -dije mirando el reloj-. Hoy ya es miércoles.
-Te lo devuelvo, sí. Voy a trabajar y te lo devuelvo. No me gusta deberle nada a nadie.
-Trato hecho, me lo devuelves.
Los dos bostezamos.
-Los médicos son muy caros, ¿no te parece? Dos mil pesos sólo para operar una nariz -dijo ella.
Caminó hacia la puerta.
Yo estaba tan cansado que no me levanté.
-¿Querrás verme cuando tenga una nariz nueva? -preguntó ella.
Yo tenía ganas de decirle:
-No necesitas una nariz nueva, estás gastando dinero porque sí; además, me dejaste en la miseria absoluta llevándote los últimos dos mil pesos de mi indemnización laboral -Pero me pareció que esa respuesta no sería demasiado amable de mi parte, y en cambio dije:
-Voy a querer verte.
-Chau -dijo ella saliendo y cerrando la puerta.
Había dejado el antifaz encima de una silla. Era negro, de satén, con un perfume fuerte y bueno. Me lo puse y me fuí a la cama. Estaba a punto de dormirme cuando me acordé de quitármelo: un tipo que duerme con la ventana abierta no puede dormir con un antifaz que le cubre la nariz.


Rubem Fonseca "Teoría del consumo conspicuo" (Los Prisioneros - 1963) 
Editorial El cuenco de plata. Traducción de Teresa Arijón y Bárbara Belloc.