Un poema hecho de luz
De algodón dulce de nenúfares
Un poema al que se le salieron los puños por las mangas
Se le volcó la leche
Se le lastimaron las rodillas
Erguido apenas
Con la resignación de las cosas frágiles
Y las cicatrices que le atraviesan el iris
Un poema dos veces imposible
Primero en la carne después en la memoria
Sólo invierno
Mi poema faro antiguo abandonado
Al que olvidaron cerrar
Triturador de distancias de maldiciones de vagones repletos
De nieve
Transpirando encima de papeles
Que representé por miedo
Obligado agachado desnudo intentando entender
El color de la rosa
Sereno como el reverso de mis heridas de látigo
Sacudiendo la cara entre alambres
Para cambiar por cualquier moneda
Sin que por eso se asfixie
Sin que por eso necesite como yo de sentidos
De justificaciones
Un poema construido con los recortes
De mis últimas bestias
Con todos mis delantales cada vez más cercanos al crimen
Y con el presentimiento de que lo poético
Se oculta debajo de uñitas sucias
Un poema que pueda confundir las estrellas con mares furiosos
Sin comas un poema desesperado cierto
Para atar a los carros triunfales todas mis debilidades
Toda mi ropa
Un poema autodedicado a todos los idiotas que tenemos las pupilas blancas
Siempre supe que alguna vez escribiría este poema
Y desde un capullo llegarían tus manos
Diciéndome que todo está limpio
De tibia fresia
Como la hierba nueva acariciada por un viento huérfano
Junto a la certeza que lentamente irá cubriéndome de polen
Aunque me resulte difícil recordarte vestida de novia
Y tus ojos transparentes todavía me digan
Que no debo temer
Que ni el faro del fin del mundo ni el color de la rosa existen.
("La Casa Verde, del libro Leyland, de Andrés Vidal)